Sí, recordé los terribles recreos cuando, a escondidas, consumías tu desayuno procurando escapar de aquellos niños que no paraban de molestarte, de empujarte en los pasillos, de arrojarte cualquier cosa, tal vez para sentirse menos tontos o menos solos.
La muñeca fea. Un día me lo dijiste. Así te llamaban en tu casa. No te gustaba la canción pero nunca protestaste. Tus padres te la cantaban en tus cumpleaños, con amorosa voz, luego te daban la rebanada más grande del pastel, un gran vaso de chocolate y tantos dulces, paletitas, bombones. No eras feliz en su felicidad pero aceptabas el ingenuo homenaje para no decepcionarlos.
También recuerdo a Aracely, la güerita malosa a quien más temías. Ella no paraba de insultarte, de acusarte de travesuras inventadas, de envidiar tus calificaciones. Se burlaba de tus bonitas trenzas, de tus mejillas morenitas, de tus manitas a veces tan torpes.
Un día me revelaste tu gran secreto, un poco apenada pero feliz de por fin expresarlo. Soñabas con Jorge, el niño escuálido y juguetón, tramposo experto, que desafiaba siempre a los maestros. Él anotaba el primer gol en las cascaritas, contaba el mejor chiste del día, y todos buscaban su compañía. Nunca dejó de copiarte, con descaro, las respuestas en los exámenes.
La mencionas y sí, recuerdo a Eloísa, tu gran amiga. Pero en el quinto grado su mamá decidió cambiarla de escuela. Decía que para mejorar sus calificaciones pero yo creo que fue para alejarla de ti. Todavía las recuerdo compartiendo los lápices de colores, las gomitas para borrar, las estampitas coleccionables. Abrazándose en las mañanas al encontrarse.
En el recuento nostálgico de la infancia nunca más evocarás el sobrepeso. Las hormonas de la adolescencia te dieron un gran regalo. Y ya en la escuela secundaria usabas toda la ropa que querías. Mirabas a los chicos con la recién descubierta soberbia, directo a los ojos, sin ruborizarte, sin buscar de inmediato el espejo más próximo para reafirmar tu belleza. Y hacías enojar a las otras niñas del salón de clases cuando Jorge, el niño de tus sueños, te acompañaba hasta tu casa; y todo el tiempo iba bromeando, narrando sus hazañas, todo el tiempo buscando tu indudable aprobación.
Y recuerdas, orgullosa, la primera vez que no probaste tu pastel de cumpleaños y, al primer descuido de tus padres, lo arrojaste a la basura y con ese trozo de pan y miel se fueron los ojos tristes de la infancia, la canción absurda, los benditos dulces.
No, cómo crees, qué bueno que no se acuerden de mi, me dices sin congoja. Ni yo misma me acuerdo ya de esa muñeca fea, sin mascota ni cómplices.
Nos interrumpe tu marido. Por supuesto es Jorge. Nos saludamos afectuosamente, aunque no puedo dejar de mirarlo, de mirarte y compararlos. Y claro sigue siendo un tipo carismático, afable, muy cariñoso contigo. Pero, y te juro que no lo entiendo, es enorme, inmenso, apabullante.
Disfrutas mi sorpresa al despedirte. Veo el triunfo en tus ojos y en el desprecio, a penas disimulado, con que lo haces andar, trotar, tras de ti, cargado de bolsas y paquetes.
Y es ahora cuando por fin lo recuerdo, como niño, acosándote en el patio de la escuela primaria, dirigiendo la persecución cotidiana de quien hoy, años después, resultó ser la mejor cazadora.
Odiseonadie
fin
Me gustó la historia, en particular me sentí identificado con Jorge, sólo que yo soy menos manso (y menos menso también).
ResponderEliminar