lunes, 5 de octubre de 2009

REFLEXIONES DURANTE LA CAÍDA

Como lo prometí, aquí les tengo un cuento. Es un poco distinto a lo acostumbrado, este es de humor y es parte de uno de mis libros favoritos (del que he leído cada cuento como veinte veces), llamado "El Cañón de Largo Alcance", el autor es Marco Aurelio Almazán. Así que si lo ven, no duden en comprarlo. Este cuento se titula "Reflexiones durante la caída". Ahí les va:

Al subir a la azotea para poder admirar a la vecina que toma baños de sol, me he raspado los zapatos. Y eran unos zapatos nuevos. Bueno, supongo que eso ya no tiene la menor importancia, pero de todos modos da rabia estropearse algo que costó cerca de doscientos pesos.

¿Cuántos pisos tendrá este condenado edificio? Bastantes, me imagino, pues precisamente desde la azotea se puede dominar el panorama de todas las casas vecinas, donde toman el sol una serie de rorras imponentes. Una de ellas, la morenaza que subí a contemplar hoy, está tan monumental, que por verla mejor me empiné demasiado sobre el pretil, perdí el equilibrio, operó la ley de la gravedad, y debido a todo ello ahora vengo descendiendo con rapidez vertiginosa.

Creo que en estos momentos que preceden a mi brusco aterrizaje debo rememorar toda mi vida, como dicen que les ocurre a los ahogados en los breves minutos que están pataleando entre éste y el otro mundo. Sin embargo no me puedo acordar de nada. ¿De María Luisa? No vale la pena, con lo ingrata que fue conmigo. ¿De la Cuquis? ¿Para qué, si ya se casó? Por cierto me dijeron que le está poniendo unas astas descomunales a su señor marido. De buena me escapé.

En fin, creo que ya voy por el noveno piso y todavía no se me ocurre nada de qué acordarme. Hay que ver cómo rinde el tiempo cuando uno va en caída libre con aceleración de 9.9 metros por segundo. Creo que esa es la velocidad a que caen los cuerpos, tomando en cuenta la masa y el cuadrado de la distancia al suelo, pero no estoy muy seguro. Parece mentira que ya no me acuerdo de nada de mis clases de física. Ni de química, ni de álgebra, ni de... Lo único que se me quedó grabado en la memoria fue la anatomía, y eso porque después la seguí practicando en diversas chicas. Socorrito, Lulú, Meche... aquella sonorense tan bien dada que salía a bailar en el Blanquita... ¿Qué habrá sido de ella? ¡Pensar que estuve a punto de desfalcar el banco para irnos al Brasil! Menos mal que no lo hice, pues de otra manera ahorita estaría yo metido en tremendo lío.

No sé si estoy cayendo con la cabeza o con los pies para abajo. Como la cabeza pesa más, supongo que aterrizaré con ella. Aunque como yo siempre he tenido buena suerte, a lo mejor caigo de pie. “Tú siempre caes de pie”, me decía mi difunto tío Rigoberto. Por cierto que me gustará volver a verlo. Será gracioso, eso de darle una palmadita en la espalda “Hola, tío”... “¡Hombre! ¿Qué andas haciendo por aquí?”... “Pues nada, que volví a caer de pie”... Ja, ja, cómo me voy a reír.

Bueno, por otra parte no va a tener ninguna gracia eso de caer de pie y darme cuenta cómo se me van incrustando todos los huesos del esqueleto. Primero la tibia, luego el peroné, la rótula, el fémur... ¿O es al revés? ¿Qué viene primero, el fémur o la tibia? Bueno, supongo que todo depende del punto de vista desde donde se considere el asunto.

¡Caray, qué muchacha más mona esa que está asomada en la ventana del quinto piso! Se me quedó mirando y abrió la boca. Yo creo que quería hablarme. Lástima que no haya podido hacer una cita con ella: me encantaría invitarla a cenar a un restaurante de postín en la Zona Rosa, y después llevarla a bailar al Jacaranda... No, el Jacaranda se llena mucho, sobre todo en esta temporada de turismo. Sería mejor uno de los saloncitos por Insurgentes Sur: son mucho más íntimos. Pero desgraciadamente ya no tengo tiempo. Eso es lo malo. Las prisas en que vivimos. No alcanza el tiempo para nada. Ahora mismo debo ir con una velocidad parecida a la del módulo lunar cuando se aprestaba a descender en el Mar de la Tranquilidad. Sólo que yo no llevo motores retropropulsores.

Debo ir bastante abajo, porque ya no veo el Castillo de Chapultepec. Bueno, para lo que siempre me ha importado el dichoso castillo. Creo que nunca lo visité. Eso es lo que nos sucede a los que nacimos en la capital. Treinta años de vivir aquí, y jamás vamos a Xochimilco, a la Villa, ni a las pirámides, ni al Árbol de la Noche Triste. Debería darnos vergüenza. Pero en fin, ya no tiene la menor importancia.

Creo que definitivamente voy a caer de cabeza, pues acabo de ver el número 2 del segundo piso al revés. Y en cambio no puedo ver a la gente que va caminando por la calle, aunque sí puedo escuchar sus gritos: “¡Hazte a un lado animal, que ahí viene cayendo un cosmonauta!”

Qué brutos. Si supieran que tan sólo soy un empleado del Departamento de Cuentas Corrientes del Banco de Comercio. Es decir, era. Era un empleado, pues ahorita ya voy por el primer piso y es cuestión de segundos. Lástima que no pueda hacerle la broma a mi tío Rigoberto diciéndole que otra vez caí de pie. Porque ahora sí es seguro que caigo de cabeza. Me voy a poner el traje hecho un asco...

Alex Giles

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