domingo, 16 de enero de 2011

Antes de irte a dormir

08-01-2011
Para Karla

Todos los días al entrar miro el altar, al fondo, dedicado a la virgen morena, con cuatro, cinco veladoras; pero los vasos, oscuros por el humo, poco pueden alumbrar a la sencilla imagen.
Y hoy, en cada mesa, colocadas sobre botellas vacías, hay velas encendidas. En el mostrador, en donde atiende la patrona, veo un quinqué orbitado por insectos tenaces.
Así se improvisa el alumbrado del local desde el terremoto. Con los frecuentes apagones pronto nos acostumbraremos.
Es el anochecer y en el lugar, repleto de bebedores, ocupo mi sitio en el mostrador, en uno de los extremos, entre trastes apilados, olores a comida, a verdura fresca. Pido a la patrona mi cerveza de cada día. Desconfiada cobra por adelantado. Sirviendo y pagando, ese es su lema. Hasta lo tiene escrito, con letras rojas, en una de las blancas paredes. Y nadie rezonga, a eso vienen, a despilfarrar los pocos centavos; a gritarse de mesa a mesa; a bromear sin descanso; a terminar más perdidos que el día anterior, o la semana pasada, o más que en otra anterior vida.
Los amigos, más tarde, se encargarán de mantener mi vaso lleno. Aunque ya no convivamos mucho hay algo que los conmina a proveerme del innoble líquido. Todos los días. Y hoy sin música. Si, al menos, llegara uno de esos guitarreros, roncos y desafinados, viejos artistas del desconsuelo. Beberíamos escuchando antiguas canciones, forzando a la memoria: “ésta la escuché en una película en blanco y negro, o en una noche de la infancia, o en un café del centro, donde ponían, en un tocadiscos portátil, gastados acetatos”. Pero no aparecen. Ni siquiera de casualidad, de puritita casualidad.
Antes bebía mucho café, casi no dormía. Fumaba cigarros sin filtro, leyendo a José Revueltas en la madrugada, escuchando el silbato del sereno cada hora. Tú dormías y mirarte, al hacer una pausa en la lectura, al servirme más café, al estirar las piernas, era la verdadera alegría, la felicidad entera. Velar tu sueño, cubrirte del frío con las tibias sábanas, impedir con un pañuelo gris que la luz de la lámpara perturbara tu descanso. Sintonizaba la B grande de México, la ponía bajito, como tímida compañía.
En la mañana partías. Tu día en la fábrica, dedicada a envolver en papel veladoras, guardarlas en cajas, apilarlas. Yo dormía o salía a caminar, a escribir sentado en alguna plaza, a esperarte al atardecer frente a la fábrica de veladoras. Regresábamos a nuestro cuarto sin ventanas. Mirarte y amarte. Verte planchando la bata del trabajo, sonreírme a través del espejo del ropero; oír tu suave voz cantar, oírte bostezar. Ver tus ojos cerrándose como parpadear de estrellas.
Hasta el día del incendio. Dormía profundamente y no escuché los gritos, los golpes en la puerta, las sirenas, el silencio visible como el humo que se quedó entre los escombros de la fábrica de veladoras.
Cuando me enteré corrí hasta el lugar pero una valla humana, inhumana, me impidió buscarte, remover vigas, desmenuzar el rescoldo, encontrarte en esa hueca trampa de la muerte. Y esperé hasta desfallecer, hasta dejar de llorar, hasta olvidarme de sentir, de sentir tu ausencia, tu muerte injusta, evitable, inaceptable. Después te encontraron. Los vecinos se hicieron cargo de tus restos, de la pequeña ofrenda, de los rezos.
Y, nunca más, volví a leer ni a escribir, dejé de fumar, de tomar café. No podría ni probarlo si no era el preparado por tus manos, si no era el café tuyo, el del aroma bendito.
Dicen que me perdí. Ha de ser verdad.
Y hoy sin música. Sin las canciones que otros ponen en la sinfonola, las mismas repetidas hasta el cansancio.
Todos los días, esperando que la patrona cierre el local y nos mande a dormir, a seguírnosla por ahí, a terminar tirados en cualquier banqueta.
Todos los días esperando la noche. La noche de verdad, en la que descubra, al volver al cuartito, que tú me estás esperando, en la angosta entrada, feliz de verme y abrazarme. Y encenderé la vieja hornilla y prepararás por última vez café y fumaré un cigarrillo y, al final, tú me besarás, tierna y mía, antes de irte a dormir.

Alej.orfebre


FIN


Nota editorial

Enterados del mal estado de salud en que se encontraba Orfebre nos propusimos rescatarlo del sanatorio donde había sido recluido. Lo trasladamos a una Clínica del Sueño, apoyados por uno de nuestros lectores, médico especialista, simpatizante de causas aparentemente perdidas. Ahí logró, lentamente, recuperarse.
Posteriormente, regresó a sus actividades, con sus amigos, a los lugares que frecuenta. Y aclaró el origen de sus variadas obras. Ahora sabemos que su seudónimo se forma, en la primera parte, de Alejandro, la persona que conoció en el barrio de la Merced y quien le confió sus experiencias. Orfebre las transcribió para darlas a conocer como precaria literatura.
Rechazó la versión sobre la muerte de Alejandro, en una terrible borrachera. Nos refirió lo que, en dicho barrio, algunos cuentan: que cumple una mínima condena en la cárcel por participar en riñas callejeras; que se reformó y retornó al seno familiar; que han trabajado con él, hombro a hombro, en las obras del metro, allá por el sur de la ciudad.
Por mayoría de votos, en el consejo editorial, decidimos reanudar la publicación de sus colaboraciones. Como siempre el lector tiene la última palabra.

Los Editores

1 comentario:

  1. Ayyyy... se me hizo un nudo en la garganta. El café preparado por ella, eso es todo, amor y comida.

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