viernes, 18 de febrero de 2011

Tu nombre secreto

Oscura entre las sombras, vio aparecer a Eurídice.
Intentó acercarse.
La muchacha sonrió y se perdió entre la gente.
José Emilio Pacheco

10-02-11

He vivido empeñado en restaurar tu mortaja. Una cerrada trama de hilos ensangrentados. La blanca manta que cubrió tu cuerpo, tu última vestimenta. En la ciudad colonial derruida, sin quicios donde ampararse del paso de la lluvia o de las esquivas presencias que en todas partes presiento.
Te perdí en las calles centrales, entre muros abatidos por la fuerza de la tierra, portones encenizados, torcidos hierros de las ventanas. Revuelto, entre mis manos, quedó tu sudario, desgarrado y húmedo. Una triste reliquia.
Calles que no dejé de recorrer en las madrugadas, aferrado a la desbordada tela, intentando, con la luida aguja y un hilo sin cardar, remendarla.
Viví tu ausencia en los callejones donde arrumbaron los gastados carretones fúnebres. Ahí pernoctaban, en los sucios cascarones de madera, los conductores, viejos dementes, en busca de la compañía de los espíritus transportados durante tantos años. Me esperaban todas las noches, el incontrolable llanto me delataba, y era la única persona, tal vez, que junto a ellos pasaba sin remordimientos ni temores.
Mirarte a los ojos y perderte. Comprendí que no sabías dónde estabas, agobiada por la noche interminable, rodeada de esos seres borrosos que entonaban canciones angustiosas, en el desacomodo de mesas, botellas y sillas. Eras una mujer que ya no se recordaba a si misma, en medio de una bruma como de puerto sin barcos ni gaviotas.
No sé por qué creí ver piedad en los rostros de aquellos dioses. Pedí que te liberaran. Ya había agotado mis ruegos, mis letras, para convencerlos, en obligado desvelo, deambulando, con ellos, por los socavones del averno. Pero todo aconteció en alguno de mis sueños y, al despertar, olvidé la regla, dictada por las iracundas deidades, para permitir tu salida del inframundo.
No sabía que sólo el sol, el azul de la mañana, forzarían tu regreso. Y me apresuró la duda. El miedo a esos dioses asesinos. Luego se confirmaron los presagios: ellos me devolvieron sólo tu cuerpo y condenaron a tu alma volverse arena inasible del desierto.
Furioso derribé sus pulcros estandartes; cegué sus flores y en amasijos las dejé morir en olvidados rincones; en los altares destruí las ofrendas y oculté en aljibes sus imágenes arteras. Transmuté sus escrituras en piedras labradas, indescifrables.
Desde entonces, sin tregua, los inquisidores, me persiguen. Pronto, frente al templo de San Pablo, me descubrirán. Perderé el último santuario.
Hay orden de capturarme vivo. Por la golpiza sangrarán mis ojos y serán visibles, por un momento, los acontecimientos futuros. En medio de su festejada saña escaparé por una rendija hacia las ruinas. Me ocultaré entre las columnas agrietadas que sostenían el antiguo sagrario. Dándome por muerto, abandonarán temporalmente la búsqueda. Mas no perderé tu valiosa prenda.
Pero no puedo huir de mi Destino. Sigiloso llegaré hasta la plaza de Sto. Domingo. Entre sus arcos dictaré esta carta, aún no sé para quién, a un atónito escriba, mirando con pavor el inconsumible fuego de la pira de mi próximo castigo.
Los esbirros tendrán éxito y encadenado me conducirán hasta la plataforma humeante. Pero, mucho antes, habré concluido mi obsesiva tarea. Y ya vestiré mi cuerpo con tu fiel mortaja, como segunda piel, amorosa y segura.
Y, en ese instante, adivinaré, al fin, tu nombre secreto. Y lo pronunciaré y, desde donde estés, me protegerás de las llamas, en medio de la hoguera eterna, de los dioses incrédulos.



alej.orfebre


FIN

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