Para Karla Elizabeth
No hay pues mujer más sola,
más tristemente sola,
que la que quiere amar a un hombre triste.
Piedad Bonnett
Introducción:
Hace más de seis meses el cliente de un bar, del centro de la ciudad, gentilmente nos hizo llegar un conjunto de manuscritos. Al principio parecían no ser importantes, sólo unas notas, unos poemas, unos relatos, escritos por algún parroquiano, olvidados accidentalmente.
Pero, después de un riguroso análisis, consideramos que, aunque los escritos carecen de valor literario, sí es apreciable su carácter testimonial.
Así pues decidimos publicarlos. El lector juzgará si fue acertada la idea. Todo, al final, era firmado con el seudónimo “Orfebre”. Así le atribuimos la autoría. Pero, si hemos incurrido en un error, ofrecemos disculpas.
Los Editores
Sábado
Te miraba, como los demás días. Un poco en secreto, reservado. Tomaba el vaso y daba un sorbo. Mirarte y esperar que llegaras hasta mí, a las mesas cercanas, atendiendo a otras personas, sin parar en el día, como los otros días. Todos los sábados. Alguna vez te esperé en las escaleras del metro Merced, cuando todavía funcionaba esa línea, antes de inundarse. Te esperaba arriba, entre otros y no sé si me miraste. Recuerdo aquel día cuando llegué hasta ti con el poema del ángel y te pregunté si te gustaba la poesía. Con los ojos lejanos, enojados, respondiste que no, nada, nadita. Y me emborraché. Y creo recordar un momento, en el restaurante, frente a ti, cuando leía, con voz alta y poca fortuna, el poema y todos reían o chiflaban o alguno ponía atención.
Martes
No te pedía algo para darme. Sólo eso que me servías los días que pude verte. Llegaba y sabía que yo nunca pertenecería a ese lugar, establecido en el olvido.
Veía a los demás en su mínima condición, en sus delirios; en la tristeza de repetirse y sin poder, al otro día, recordarlo; condenados a rondar en círculos, desperdiciando su tiempo en el mismo espacio.
A veces acercándose unos a otros en su increíble soledad. Asilados en los vericuetos del vicio, ensordecidos por las idénticas canciones, arropados en la tibia mortaja que su próximo destino les anticipaba.
Comunicados entre si no por un lenguaje común, no por vanos ideales, ni siquiera por el deseo de morir instantáneamente: sometidos por tu fuerza de atracción indefinible, tu energía no mesurable.
Jueves
Todavía recuerdo el primer día que entré a esta fonda. No sé por qué lo hice. Había cruzado, durante años, por enfrente y siempre me pareció ver, al interior, un cuadro desolador.
Pero ingresé con un poco de temor y quería ser visto como un tipo más. Pero la clientela se resumía en un par de muchachos, dando la espalda a la calle, como bebiendo en secreto. Pregunté por las marcas de cerveza y pedí una, poco convencido.
Afuera, casi a la entrada, apostadas en hilera, varias mujeres aguardaban: un hombre, la lluvia, la benigna sombra de la tarde.
Busqué refugio en la vitrola, las monedas activaron el vetusto mecanismo y contemplé cómo los pequeños acetatos eran acomodados, en la rueca de metal, para su turbia reproducción.
Entristecido por el rasposo sonido bebí de prisa y me retiré sin saber que un día, años después, le escribiría un poema a este sitio, como si fuera el Origen y el Destino del navegante. Sólo porque aquí tú estuviste.
Miércoles
Hoy regreso al lugar donde te vi por última vez.
Miro las mesas cubiertas ahora con manteles, un hule transparente los protege, y hay unas macetas pequeñas, en el centro, a modo de floreros, rebosando rojas flores.
Se diría que han embellecido el lugar, recién pintado, el piso limpio, la cocina pulida, los refrigeradores con los cristales impecables.
Sin embargo no hay clientela. Los curiosos no deciden el siguiente paso y se alejan.
Otros miran con insistencia al interior y al no encontrar lo buscado se retiran. Pocos observan el menú ofrecido.
Alguien entra, deja su mochila sobre la mesa, acomoda una silla y se sienta. Eligió una mesa al fondo. Con un ademan pide una cerveza. La nueva mesera entiende y se la lleva.
Nadie sabe si deseará quedarse, si beberá más, si alterará este silencio de antiguo tugurio sin canciones.
Domingo
Tu belleza es mi estrella polar: entre abruptas corrientes, repentinos escollos, tormentas impredecibles, tu luz, tremenda e impasible, me protege.
Tu bello rostro no requiere verse recreado, constantemente, en el interior de un estuche de maquillaje, no necesita ser retocado por pinceles o esponjitas.
Tú dispones de todos los elementos naturales y con ellos elaboras tu composición armónica.
Por ejemplo, el viento no tendría razón de ser sin tu largo cabello, sin el deseo de reflejarse en su movimiento, en su color de abismo.
O el sol, para qué aparecería, día con día, sino para darles presencia y volumen a los objetos que te rodean, haciéndolos surgir de entre las tinieblas.
En su colosal tarea, la tierra gira para mostrarte los días y las noches, la lluvia de estrellas, el arcoíris, la cúpula azul de la mañana.
Y la lluvia que contigo llega, en Junio, y se extiende sobre esta desilusionada ciudad. Y tú la haces feliz por tenerte en sus calles centrales.
Ciudad descolorida, temerosa de que pronto te vayas y nos dejes afrontando un invierno más sin tus manos. Tus manos que sentiría, si las contuviera entre las mías, como un recipiente lleno de café caliente.
Viernes
Una linda chiquilla, abocada en registrar y luego cobrar el consumo, me preguntó: qué toma. Pedí una cerveza. La trajo ya destapada. Después llegaste, hermosa en tu falda corta y muy ajustada, con el pelo un poco revuelto. Regresabas de entregar, en cualquier sitio, unas comidas. Me miraste como se ve al mobiliario, al piso, al aire.
Te dirigiste a la vitrola, elegiste música. Cumbias y gruperas. Me miraste de nuevo y te sonreí: no hubo respuesta.
Afuera pasaba la gente, nos miraba. Me confundía la idea de no saber si yo era el espectáculo o al final yo disfrutaba la calle, el atardecer, las miradas.
Pagué y salí, recorrí las calles, hasta Fray Servando; entré a otro lugar. Estaba repleto y compartí la mesa con unos muchachos. Unas chicas bailaban solas, otras pasaron junto a mí, me miraron. Al rato todas tenían compañía. Sólo quedaba invitar la siguiente ronda o poner canciones en la vitrola.
Más tarde regresé hasta ti. Me miraste expectante o confundida. Me sentí aún más ebrio y cedí a tus canciones, al desconsuelo, a la noche.
Soñaba que tenía tu mano, la acariciaba con cuidado para revelar su textura, las huellas tan apreciables, tus dedos queriendo escribir en mi mano un mejor desenlace.
Debí quedarme en el sueño. Pero desperté y te vi, incesante, aplicada, moviendo mesas y sillas, a punto de clausurar para siempre este lugar tan cercano al limbo.
Lunes
“Ahora sé que los libros leídos, en años anteriores, contenían las claves para encontrarte. Pero lo entendí muy tarde. Ahora debo entrar a las librerías, sobre todo a esas a donde van a parar los libros repudiados, olvidados en el metro, los tirados a la basura o los extraviados y aún extrañados.
“Y en esos anaqueles, a veces ordenados, a veces en caos, buscaré los títulos fundamentales que contendrán tus referencias. Y entre sus líneas descifraré los códigos y mapas confiables. Y así emprenderé la búsqueda de tus ojos primordiales, de tu piel fundacional, de tu innegable presencia. Con la ventaja, ahora, de tener muy en claro la naturaleza de mi deseo”.
Cierro el cuaderno. Pero ya aprendí, a fuerza de no lograrlo, que nunca podré convocarte con la escritura. Y sin embargo todas las noches lo intento, en la misma mesa, frente al vaso de cristal semivacío.
Aprendí a reconocerme en el ridículo, en la pobre experiencia de mis años, en la fatal confirmación de no ser, aquello que haría la diferencia, ni en tus fantásticos sueños. Y continuar, a través de las señales inalterables de la vejez, de las guías desgastadas, mi historia sin consecuencias.
Para, al final de la cuenta, aceptar la imposible conversión de los destinos.
Y no soy el único. Aquí varios beben en silencio, hurgan en sus recuerdos, escuchan algo como partes de una sinfonía tétrica.
En la calle un hombre empieza a encender las bombillas de gas del alumbrado público. Y las baldosas, húmedas, quebradizas, se disminuyen, se vuelven sombra, piedras conversas adorando a la noche. La campana de un tranvía anuncia el final de la travesía. Y con la música de Luis Alcaraz, no al fondo sino abarcándolo todo, debo recordarte sin concesiones.
FIN
Nota final:
Por ética profesional nos dimos a la tarea de localizar a nuestro espontáneo colaborador y así constatar, de una vez, si todo lo publicado era de su autoría. Sólo contábamos con la dirección de un correo electrónico, el número de un teléfono que nunca contestaban, unas cartas sin remitente, piezas todas halladas entre los escritos.
Pero en el camino surgieron más dudas que certezas. Una comunicación anónima nos condujo hasta uno de los hospitales psiquiátricos de Acolman. Ahí encontramos a un paciente que se hace llamar Orfebre y durante el día se dedica a garabatear las hojas de un cuaderno. Por la noche, insomne crónico, balbucea historias sin principio ni final. No sin pesar abandonamos el establecimiento medico.
Después decidimos no publicar el resto de los escritos. Quizá sea lo más prudente.
(Aunque, dicen, los que lo conocieron, que los chineros lo encontraron entre los callejones, una de esas noches que bebió de más. Explicó, alardeando, que lo perseguían. Quería identidad con lo nulo.
Retador, presumió un ficticio revolver y le partieron la madre.
Le tuvieron lastima. Levantaron el guiñapo del lodo, le dieron tequila, lo animaron.
Durmió sin remordimientos su última borrachera: en el suelo del verano, sobre cartones.
Despertó y caminó hacia el Canal de la Viga, a unos pasos. Sus últimas monedas le aseguraron un pasaje.
Abordó la destartalada lancha de pasajeros.
Murió de pulmonía allá por Mixcoac. Su nombre real y completo, en la lápida, ya se borró.)
Los Editores