jueves, 18 de marzo de 2010

Fútbol alucinado

Bueno pues, este es un cuento que escribió un amigo de un amigo, de nombre Arturo Morfin. Yo lo disfrute mucho.


Sintieron el efecto definitivo en la lateral del Periférico. Ya llevaban un rato con una extraña ligereza y bostezos constantes, pero cuando los rebasó por la derecha esa diabólica pesera verde y el Gnomo gritó asustado detrás del volante y el Marisco soltó una carcajada enloquecida y el Goyo juró ver a un duende azul colgado de la micro, quedó confirmado: los hongos que habían desayunado, unos en mole y otros en bisquets con mermelada, comenzaban a relajar la realidad, haciéndola más elástica y colorida. Y ninguno de los tres se sentía capaz de conducir el viejo Topaz (que aumentaba y disminuía caprichosamente sus dimensiones cada segundo) para llegar al religioso y obligado partido sabatino.
La culpa la tuvo el Goyo. Llegó con su cigarro en la boca a decirles que debían aprovechar la temporada de lluvias, que él traía lana. El Gnomo, sin dudarlo, ofreció su coche. Y el Marisco a manejarlo. Abordaron el Topaz armados de cigarros y cervezas, y tomaron camino bien pasada la media noche hacia los pueblos boscosos cercanos a la Ciudad de México.
Se perdieron un par de horas en la lluvia y en caminos oscuros, sinuosos y poco transitados de madrugada. A punto de claudicar, encontraron en un pueblo iluminado por un solo farol, tapizado de propaganda política. Envueltos por una neblina espesa y misteriosa, consiguieron una bolsa de hongos terregosos de manos de una anciana que confesó ser la madre del Presidente Municipal.
El Goyo, entonces, propuso su casa para comérselos; tenía un mole que armonizaba perfecto con cualquier verdura. Así lo dijo, robándole las palabras a un tío que le habría regalado la materia prima. Lo de los bisquets con mermelada fue una improvisación para deshacerse del picor del mole que no desaparecía con nada.

-Me cae que me tengo que parar. Si el coche sigue creciendo me van a dar un llegue- dijo el Marisco metiéndose al estacionamiento de un centro comercial. Decidieron hablarle a Christopher; él de todas maneras tendría que pasar por allí. Le dijeron que se había descompuesto el coche, evitando así confesar la verdad.

Les pareció impropio que el líbero titular y capitán del equipo se enterara del desayuno que habían comido y de las consecuencias que estaba teniendo. Una preocupación innecesaria porque Christopher se preparaba para el partido desde la noche anterior y se volvía un ser monotemático desde ese momento hasta, por lo menos, pasadas 24 horas de finalizado el encuentro.
Una vez que el capitán los recogió, durante el camino a la cancha, acaparó la conversación planeando la estrategia, previendo movimientos tácticos y especulando diversos marcadores según las circunstancias. Ignoró las múltiples advertencias del Marisco sobre la súbita y peligrosa hinchazón de las salpicaduras del coche en el que iban. Pasó por alto los suspiros, bostezos y risotadas del Goyo quien, de cualquier manera, siempre se burlaba de sus alineaciones. Y puso oídos sordos a los elogios que el Gnomo le profería a los niños de la calle, a los baches en el pavimento, a las calles llenas de basura: a la vida en la Ciudad de México. Sólo cuando el Marisco cometió el error de adular la música que venía escuchando fue que Christopher rompió sus elucubraciones futbolísticas.

-¡Ya ves pendejo! ¡Y la semana pasada tú andabas chingue y chingue con que Yahir es una mierda!

-Pus la neta es que ese guey es la neta, guey. Sus notas se ven rebrillantes y reclaritas: los Dos son verdes, los Res, amarillos; los Mis, rojos; los Fas, azules…

-No mames, pinche Marisco. ¿Qué te metiste?

El Marisco no respondió. Christopher lo había confundido. ¿Cómo carajos supo que se había metido algo? además, sintió las miradas del Gnomo y del Goyo que intentaban ser represoras y que solo lo confundían más. Christopher aprovechó el silencio para hacer un símil entre la fuerza interpretativa de Yahir y la fuerza que debería tener el equipo- sobre todo en la media-, y dio vuelta a la derecha, dejando la avenida y tomando el camino en donde estacionó el coche. La majestuosa decadencia del Ajusco y su Pico de Águila se mostró generosamente frente a ellos. El Goyo no pudo contenerse:

-¡Guau!- soltó. El Marisco y el Gnomo lo secundaron, maravillados.
-No mamen. Como si no lo hubieran visto antes, cabrones. Venimos cada semana- dijo Christopher y luego cantó a coro con Yahir el final de una canción. Apagó el coche y bajó con su vieja maletita. A su lado el Gnomo inhaló profundamente, como tratando de llenarse de naturaleza, de origen lejano, de pasado perdido. Suspiró hondo mientras admiraba perplejo el estoico bosque del Ajusco.

-Yo me voy pa’lla.

-¿A dónde guey?

-Al bosque. Con los arbolitos. Ahí la vemos- y tomó camino.

-¡Tenemos juego, guey!- le recordó Christopher, indignado, sin obtener respuesta- ¿Qué le pasa a ese pendejo eh?

El Goyo y el Marisco se encogieron de hombros y siguieron a Christopher hacia una de las canchas empinadas y llenas de hoyos que le robaron vida al bosque para dársela al fútbol llanero en los ejidos de Villa Olímpica. Se acabaron de poner los uniformes y se vendaron los tobillos a la orilla de la cancha. Christopher le dio al Marisco una carpeta y le pidió que hiciera la lista de jugadores para el árbitro.

La punta del bolígrafo tocó el papel en blanco, dejando un punto impreso. El marisco tuvo una revelación: él era un punto igual al punto que acababa de dibujar. Pinto otro punto. Es más, él estaba hecho de puntos. Escribió otro punto. Todo era un punto. Otro punto. La cancha era un punto. Otro punto. Los hoyos en la cancha eran puntos. Otro punto. Los jugadores, los árbitros y los espectadores eran puntos. Punto. Los árboles, el bosque y la montaña frente a él eran puntos. Punto. El universo era, de hecho, un gran punto conformado millones de puntos. Punto y punto y punto y punto y punto.

-Pásame la lista, guey- le cortó Christopher el flujo de pensamiento y creatividad. El Marisco le entregó un papel lleno de puntos que formaban una especie de galaxia con más densidad en el centro, diluyéndose hacia las orillas.

-¿Qué es esto, cabrón?

-Pus la lista, guey.

-¿Y los nombres?

-Pus ahí están.

-No te pongas conceptual ahorita, pendejo. Mejor vete a ver la alineación y yo me chingo esto.

El marisco obedeció. Se dirigió hacia los jugadores de su equipo reunidos a unos cuantos metros. En cada paso sentía como si pisara algodón, como si el suelo fuera hecho de goma o de resortes, como si caminara en la luna. El poco pasto que lo sostenía era como un bosque en miniatura y él era un gigante que lo aplastaba todo. Se hizo lugar entre el Goyo y otro compañero para ver la alineación formada por los registros de juego sobre la tierra. Vio su rostro en una fotografía situada en la media, por derecha, y el del Goyo en donde era inamovible; como eje de ataque.
-Así juntitos todos parecemos el Ciclo de Krebbs ¿no, guey?- dijo el Goyo, sosteniéndose la barbilla con índice y pulgar, mirando la especie de rombo que formaba la alineación.

-Me cae- respondió el Marisco, ignorando quién era el señor Krebbs y sus descubrimientos, pero rompiendo el Ciclo al coger su registro. Los dos trotaron con piernas de hule hasta el manchón al centro del círculo de media cancha en donde el árbitro recibía las credenciales de los jugadores. Llegaron exhaustos, resoplando sin aliento.

-¿Y dónde dejaron esa condición, muchachos?- les preguntó el árbitro con engañoso acento jarocho al recibir sus identificaciones. Los dos amigos se encogieron de hombros y sonrieron estúpidamente. -Lo bueno es que ora sí vienen de buenas, ¿verda?

Ambos jugadores asintieron, mostrando un pulgar de aprobación y se hicieron a un lado para recuperar el aliento con comodidad mientras el árbitro recibía los demás registros y una pelota a la que puso sobre el manchón y que pisó con elegancia.

El Goyo y el Marisco hicieron algunos estiramientos. Una brillante nube de mariposas voló a su alrededor y los sorprendió el entrar por sus orejas. Los coloridos insectos revolotearon dentro de sus cabezas, provocando una comezón imposible de rascar. Luego se detuvieron para hacer sus capullos sobre los colchones de materia gris. Durante la metamorfosis que sucedía en su interior, el Goyo y el Marisco dieron unos saltos que parecían ejercicios para perfeccionar el cabeceo y que fueron imitados por otros compañeros. También sintieron una marabunta de hormigas invadir su cuerpo y recorrerlo por venas y arterias. Ambos se sacudieron como en un ataque epiléptico, tratando de que salieran de su sistema, ante la mirada extrañada de compañeros y contrarios que supusieron era una técnica para aflojar músculos. El Marisco acabó de contorsionarse y soltó un eructo que le supo a plumas y que estremeció a la montaña. Vio clarito a un colibrí salir de su boca e irse presuroso, hacia el sol candente de mediodía. No necesitaban más señales; el juego tenía que empezar.

Regresaron con el árbitro, quien les dejo el balón para que realizaran el viejo rito semanal: el saque de inicio del partido. El Goyo admiró al balón con profundo respeto. -¿Apoco no es perfecto, guey?

El Marisco observó el balón a sus pies. La esfera de cuero respiraba cadenciosa, agrandando y disminuyendo su tamaño ligeramente. Luego se volvió transparente, cual bola de cristal. Y en ella se vio en el parque de su infancia un año antes, la última vez que había comido hongos. Allí estaba la Sugus en un columpio y el columpiándola. Ella llevaba meses persiguiéndolo, buscando noviazgo; él lo evitaba. Pero aquel día lo asombró llevándole una hoja de plátano llena de derrumbes y pajaritos. Él no pudo resistirse. Siempre estuvo en él sucumbir a las tentaciones. A la falta de mole se lo comieron en tacos, con nopalitos. Y salieron al parque, en donde ella saltó del columpio como Campanita (la de Meter Pan), aterrizó con la gracia de Nadia Comaneci, caminó hacia él y lo miró profundamente a los ojos. Él se quedó hipnotizado. Para evitar los relámpagos de luz que se le clavaban como dagas en los ojos, prefirió besarla. Un beso que le supo a urgencia, a negación, a tierra, a nopales y a gloria. Un hambre de labios que se prolongó más de lo esperado, que los dejó con las bocas heridas y el deseo a flor de piel. Un enredo de lenguas que culminó con el orgasmo multicolor de ambos en la cocina donde horas antes habían degustado la piel de Dios. El idilio acabó a la semana siguiente, cuando él le confesó que todo había sido un engaño del Dios Dragón. Ella no quiso saber más de él.

-¡Juegue!- indicó el árbitro después de sonar su silbato. El Goyo tocó el balón hacia adelante y el Marisco lo rebanó infamemente, pensando todavía en la Sugus. Al instante se convirtieron en dos soles alrededor de los cuales giraban caóticamente 12 planetas y un peligroso hoyo negro. Las fuerzas de gravedad hicieron que el balón se alejara de ellos como si les tuviera asco; era un cometa caprichoso que evitaba a toda costa el contacto con las estrellas. Flotaron girando sobre su propio eje atestiguando el movimiento de los demás cuerpos celestes. El partido se volvió un torito espacial. Durante siete minutos su equipo jugó con 5 hombres y dos quasares. Entonces hubo una falta al borde del área enemiga y el grito de sus compañeros fue unánime: -¡Goyo! ¡Que lo tire el Goyo!

El Goyo llegó hasta el balón subido en los zancos de chicle en que se habían transformado sus piernas. Lo acomodó 10 centímetros hacia la izquierda, más por cábala que por convicción. Dio tres pasos hacia atrás y esperó a que se formara la barrera mientras él recobraba el aire. El portero terminó de acomodar a sus hombres. El Goyo contempló a la portería caer sobre su guardián y comérselo de un bocado, masticándolo con gula asesina.

Soltó una risotada de asombro y aprovechó el pitido del árbitro para darle un zurdazo con tres dedos al balón que voló alto y muy desviado en dirección al estacionamiento. El Goyo perdió el equilibrio en el intento y cayó al césped incipiente. Quedó boca arriba viendo al cielo. El Marisco le extendió una mano para ayudarlo a incorporarse.
-El cielo, guey…- exclamó el Goyo tirado, lleno de un extraño éxtasis. El marisco volteó hacia arriba.

–Tá chido, guey. Reteazul…

-Las nubes… son un arcángel.

La mirada del Marisco se topó con las alas, el rostro y la espada flamígera de un arcángel hecho de nubes blancas y pasajeras. De inmediato cayó de rodillas con las manos en plegaria y comenzó a rezar un Padre Nuestro.

-Dice que me salga. Pide mi cambio, guey- dijo el Goyo sin salir de su trance.

-Chale, ¿Y por qué no me dice nada a mi?

-Tú rézale, guey. Pídele un gol.

-¿Qué pedo, cabrones? ¿Qué pasó?- llegó Christopher preocupado por su goleador.

-Me torcí el tobillo.

-¡No mames!

-No se preocupe. Su compañero va a estar bien- intervino el árbitro consolando al Marisco que seguía rezando de rodillas.

Entre dos compañeros cagaron (¿cargaron?) al Goyo fuera del campo en donde se volvió a tirar al piso a ver a su arcángel vaporoso mientras un doctor improvisado lo descalzaba para revisar su tobillo sano.

El partido continuó con un ataque relámpago de los contrarios que consiguieron un tiro de esquina. Ante el cacareo desesperado de Christopher, el Marisco bajó a marcar, corriendo con sus piernas de boligoma. Se acomodó en el centro del área chica como un hombre libre y se volvió hacia la esquina. Un oponente cobró el tiro. El balón salió elevado, con efecto.
El Marisco lo congelo en el aire, tomándole con la mirada fotografías sucesivas en su vuelo, examinando cada giro, cada división, cada costura, cada milímetro de su ser esférico: blanco, moteado por gajos negros, el pivote parecía un ombligo salido, tenía varias heridas de batalla, el nombre de su dueño escrito con plumón, era de una marca desconocida y estaba hecho en China. Pinches chinos, todo lo hacen.
Y el Marisco tenía razón: era perfecto. Nada como un balón. Como ese balón: la perfección. Si Dios tuviera forma sería así, esférico, como el Sol y los planetas y las burbujas. Es más, si Dios tuviera forma sería un balón. No cabe la menor duda: Dios es un balón y el balón es Dios.
El marisco recibió un recto de Dios directo a la boca. El balón y su perfección volaron hacia el arco y se incrustaron en el ángulo. La red se hinchó de divinidad. El Marisco despertó de su disertación y descubrió al todopoderoso atrapado en la prisión de la portería. Gritó extasiado: -¡Goooool!
Sus compañeros lo miraron incrédulos. Los contrincantes gritaron con él, felicitándolo gustosos, mientras corría ciego de alegría hacia la media cancha.

-¡Saquen a ese pendejo!- gritó Christopher furioso.

Dos compañeros lo guiaron a la banda, contrariados y sin cruzar palabras, mientras el Marisco miraba al cielo y le agradecía eufórico al arcángel nebuloso. Afuera de la cancha recibió el desprecio silencioso de sus compañeros en la banca, que prefirieron ignorarlo a insultarlo.
Pero un poco más allá encontró al Goyo con el tobillo al aire, admirando con fascinación un diente de león que sostenía en la mano. Le sopló. La esfera vegetal se desintegró en una lluvia de puntos que flotaron en el aire antes de caer al suelo. El Goyo volteó hacia el Marisco con una mirada dorada de tan luminosa, con una sonrisa balsámica y expansiva, y le dijo:

-¡Golazo, guey!



Arturo Morfin M.

2 comentarios:

  1. Esta a toda madre!!!
    Un poco de frescura puede hacer toda la diferencia!!!

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  2. ¿Qué se metió el güey que escribió esto? En serio que no paré de reirme, además como que me dieron ganas de escribir, sobre todo enterado de que se pueden hacer cosas como este cuento.

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