de sitio, alejarse de la casa o no frecuentar
el recuerdo; no puede comprenderse
que la muerte es la sombra del cuerpo,
el país, la patria, la sombra, adelante
o atrás o debajo de los pasos.
Entras al “café topacio”. Rencoroso, con el oscuro odio más negro en las pupilas, con los puños aferrados al peor de los recuerdos de ella, para no dejarla irse a descansar. Si es que los muertos descansan. Los vivos considerados ya muertos.
Te quedas a descubrir que, con todo y su muerte por ti dictaminada, ella aún está presente en el lugar donde la conociste. Y donde, por última vez la encontraste, ebria, con un vaso en la mano, de mesa en mesa, solicitando le convidaran más cerveza.
Aunque no fue en ese momento, en esas terribles circunstancias, que la diste por muerta. Al contrario. Esa noche la tomaste de la mano, interrumpiendo su mendicante trayectoria, la sentaste a tu lado, le dijiste no sé qué, despacito, al oído, hasta que entre tus brazos se fue quedando dormida.
Las otras mujeres ya partían, solas, acompañadas, desentendiéndose, como desencantándose del turbio hechizo que cada fin de semana las reúne en este sitio donde hace mucho no servimos café.
Te la llevaste. Allá enfrente, al hotel “Ultra”. A un cuarto de paredes carcomidas. Ahí la cubriste con las sábanas remendadas, la colcha roja. Y velaste su inquieto sueño, en esa lluviosa madrugada, distraído a penas por las gotas descargadas sobre los cristales de la pequeña ventana.
Ya no estaba cuando despertaste.
Y entonces el coraje, la invasión del odio, el ardor en la garganta como grito suprimido. Te faltaban el dinero, el teléfono móvil, las agendas, y como trofeo se llevó, pensaste, el arma a tu cargo encomendada.
Abandonaste la habitación. Gajes, te decías, de tu oficio de lastimoso bebedor.
Y de pronto te detuviste, sorprendido: sobre el corredor, y en las escalinatas, estaban, en añicos, los billetes, un sendero de migajas de papel, una destructiva labor que concluía a la entrada del hotelito.
Es por eso, me dices, que hoy vuelves al “café topacio”, a buscar a la ingrata, a la que solita se mató al derruír con sus propias manos la imagen, la estampa sagrada, que tú le habías concedido.
Y ahora no sé cómo te diré que se mató de a de veras. Un tiro en el pecho. En ese cuartito que rentaba en la calle de Las Cruces. Ignorada por unos vecinos sin compasión, destinada a la portada de un periódico que le inventó otro nombre, huyendo del mundo que no se alterará porque ella no esté más aquí.
FIN
Alej.orfebre