No importa dónde la conocí. Es muy bella y cualquier influencia que haya ejercido sobre mi es comprensible. Al escucharla, noté esa manía que algunos estudiosos consideran un rasgo común entre los mexicanos: hacer uso frecuente de los diminutivos, no obstante si el objeto mencionado es ya de por si pequeño. Que yo cayera en tal costumbre no fue difícil de entender, pero que su influjo trascendiera hasta las personas cercanas a mí, familiares y amigos, resultó sorprendente.
Así en las conversaciones, nos mirábamos a media frase, unos a otros, intentando entender ese súbito y mínimo universo. Entonces jugábamos futbolito, acomodábamos la sillita, pedíamos un platito, se nos antojaba una naranjita.
Naturalmente, esa aparente nimiedad, al principio, nos provocaba risa e inocentes bromas; y hasta, en el colmo de la tolerancia, soportábamos, por largos periodos, comunicarnos utilizando únicamente diminutivos.
Y hablar así fue tan normal que no importo más su origen y mucho menos su destino. Asumimos como propio ese recurso del lenguaje y lo amoldamos, sin esfuerzo, al habla cotidiana, Y no sorprendía a nadie la interferencia, a veces casual, a veces adrede, en conversaciones banales, de un diminutivo, el cual, de pronto, daba interés a la plática.
Cabe anotar al margen que ciertas palabras ofensivas, dirigidas a la persona indicada y en diminutivo, resultan devastadoras. Ejercitarse en insultar, hasta destruir, al prójimo, en esta ciudad, o en cualquier otro lugar, es todo un arte.
Y pasó el tiempo y nosotros confiados en que nuestro exclusivo mundo se mantenía pese a tal hallazgo, en su eficiencia, inalterable.
Mi mujer, notó un día, la primera anormalidad. Sentados a la mesa, en la tranquila mañana dominical, advirtió que en el hueco de su mano, los cubiertos se perdían, como ajenos a la destreza por años adquirida. Tal aseveración nos divirtió, pero todos sentíamos, entre los dedos un flujo metálico rebelde.
Hasta yo, en esos días, creía estar subiendo de pesos los pantalones se reducían, las camisas quedaban justas, el saco se pegaba sobre mi espalda.
Hasta desembocar en la crisis de esta mañana.
El día anterior, en una llamada telefónica, al despedirme de mí mujer le había dicho: nos vemos en la nochecita. Y así fue, llegamos de nuestras respectivas actividades, nos saludamos y a dormir. Más tardamos en recostarnos y entrar al reparador sueño que en abrir los ojos ante el repentino torrente de luz penetrando por las ventanitas. Miramos el reloj y efectivamente era hora de levantarse. Con fatiga y adormilados nos resignamos a emprender el nuevo día.
Y así hubiera sido de no encontrar reducida la puerta de la habitación, lo suficiente para incomodarnos al cruzarla. Y luego la sorpresa en los angostos corredores, las paredes adornadas con miniaturas: cuadros y espejos, afiches y crucifijos.
Entonces, angustiados bajamos hasta el comedor y encontramos la mesa, empequeñecida, rodeada de sillas normales junto a otras chiquitas.
Sin reponernos aún y preguntándonos qué otros objetos habrían sido alcanzados por la maldición del diminutivo, nos quedamos inmovilizados por el terror escuchando bajar por las escaleras, en atenuado tropel, a nuestros desesperados hijitos, llamándonos a gritos, a penas audibles, graciosos en su ropita y no más altos que una sillita.
Alej.orfebre
No hay comentarios:
Publicar un comentario