3.- La catrina
Vino en semana santa, el sábado de gloria, acompañada de un joven. Llegaron temprano y la pista, allá arriba, aún no estaba abierta. Las muchachas tardarían un poquito en llegar.
El ambiente era más bien triste, como después de esperar inútilmente, por mucho tiempo, a la lluvia.
A cada rato reía, de inmediato, llamando la atención. No es bonita pero, en esos días, todavía era seductora: blusita ajustada, sin mangas; pantalones untuosos de tela satinada; zapatos de charol con inalcanzables tacones de aguja.
Bebieron algo de cerveza, impacientes. Cuando llegaron las primeras chicas empezó a retocarse el maquillaje, aliso la tela de su blusa, comentó con su acompañante la apariencia de cada una de ellas.
No se sentía en desventaja, al contrario, se veía segura, dispuesta a demostrar quién reinaría aquella noche.
Ellas aparentaron indiferencia aunque más de una se atrevió a reírse en su cara.
Luego subieron.
Inició el rito bailando salsa, junto, alrededor, cerca o lejos, de su comparsa. De inmediato se veían los años de duro aprendizaje, los movimientos como dibujos impecables, las figuras expuestas en noches de feroz disciplina, en presentaciones para públicos exclusivos, en premios y distinciones.
Para ese momento, parroquianos y acompañantes, ya se habían sumado a la fiesta, a su fiesta privada. Pues parecía no ver a nadie, permanecía sola danzando en este mundo de luces de feos colores, entrecerrando los ojos, diluyéndose, conformándose con los hilillos de humo de los cigarros, girando lentamente hacia el cielo raso gris, limitante.
Y entonces fue cuando solicitó a nuestro DJ de pacotilla que pusiera una melodía francesa.
Y con esa música tan sensual se desplegó, todo su cuerpo, en un baile tan fantástico que los demás le cedimos el espacio, el tiempo, hasta el aire para respirar.
No sé ni cómo pasó pero de pronto estaba tirada en el piso. Uno de los tacones se le rompió y el tobillo se le dobló como plastilina. Le ayudaron a incorporarse y aunque la lesión evidentemente era grave no recuerdo haber escuchado un solo quejido. Su amigo se la llevó en un taxi, me imagino que a un hospital.
Semanas después regresó, sola, rengueando.
Ya no podía bailar y se dedicó a mirar cómo lo hacían los demás, a beber, a quejarse del servicio, del calor, de los hombres.
Ahora forma parte de éste lugar, como uno más de los enseres, de las paredes, de los olores arraigados.
Las chicas, despreciativas que son, al conocerla le llamaron “la catrina”. Hoy la nombran “la catrina renga” del “café topacio”.
FIN
Alej.orfebre